El Clown y el Circo

Los artistas de circo tienen una ventaja sobre los demás artistas: que necesariamente tienen que saber hacer bien las cosas porque, si no, se parten la crisma.
Herman Hesse

No podría decirse quién debe más a quién porque, si bien es cierto que el clown vivió una gran evolución a través de su trabajo en el circo y con él alcanzó una gran popularidad, también lo es que el circo ha conseguido sobrevivir en gran medida gracias a la larga lista de extraordinarios payasos que lo alimentaron y que se convirtieron durante muchos años en el mayor y más eficaz reclamo gráfico, emotivo y cómico para los espectadores.

Sin embargo, no siempre fue así.

En Grecia, Roma y Bizancio. En Egipto, China y la India. En Babilonia y Persépolis… En estas y otras culturas se encuentran acontecimientos que podemos considerar antecedentes históricos del circo moderno. Desde los espectáculos de equilibristas, que ya se realizaban en Egipto 2500 años antes de Cristo, hasta las competiciones olímpicas, pasando por las atracciones de todo tipo de la arena romana. Todas ellas son celebraciones en las que ya se encuentra lo que es el alma del circo: el riesgo y el afán de superación en el desarrollo de cualquier habilidad física, buscando crear belleza, perfección, armonía y equilibrio, con el objetivo de entretener, divertir, sorprender y causar admiración en el público.

Carreras ecuestres, espectáculos de equilibristas, animales salvajes amaestrados, acróbatas increíbles o prestidigitadores de todo tipo han existido en todas las culturas y en todas las épocas. En las plazas de los pueblos y en las cortes de los reyes, en lujosas construcciones y en fríos soportales. El circo contemporáneo reunió todo ello en un solo espectáculo, bajo un mismo nombre y proporcionó al clown un espacio bajo techo donde sintetizar y desarrollar todo su largo bagaje de siglos.

Dentro de ese variado crisol de disciplinas, el clown se hizo un hueco poco a poco, lentamente pero con paso firme. Pasó de ser un simple relleno, cuya función era hacer tiempo para que se realizaran los cambios necesarios para el siguiente número, a convertirse en el único elemento indispensable para cualquier circo que se preciara.

El clown de circo, por el espíritu atlético del que hemos hablado antes, tiene unas características claras que lo diferencian. Ha de dominar no sólo el arte de hacer reír, sino también el de la acrobacia, el equilibrio, los malabares, la magia o la música. Muchas veces el repertorio gira en torno a estas disciplinas y fueron muchos los clowns de circo que desarrollaban estas habilidades antes de enfundarse ropas y maquillaje y convertirse en cómicos. También su aspecto los distingue: grandes zapatos, maquillajes exagerados y ropas enormes y multicolores que representan máscaras sofisticadas, deformaciones de la realidad, salvo en algunos lugares como Rusia, donde encontramos payasos circenses que nos recuerdan a los personajes de Chaplin o Keaton, más sobrios, más cercanos en su aspecto a la gente de la calle.

En el circo encontramos la pareja más famosa de payasos: el listo y el tonto, el Carablanca y el Augusto. El primero representa la elegancia, la razón, la seriedad, el orden y las buenas costumbres; el segundo, la locura, el corazón, la inocencia, el caos y la trasgresión. Juntos simbolizan la esencia del ser humano, la eterna contradicción entre lo que queremos y lo que debemos hacer, entre lo que nos impone la sociedad y sus normas y lo que nos piden nuestro corazón y nuestras vísceras. Son las dos caras de la misma moneda, se necesitan el uno al otro, se complementan. El tonto necesita que el listo le diga lo que está bien y lo que está mal… aunque sea para seguir trasgrediendo. Las acciones de uno están en función del otro, de su comportamiento, de sus convicciones, de su forma de vivir. El Carablanca representa la aceptación del rol social de adulto y el Augusto el deseo incontenible de permanecer en la infancia, de no crecer. A veces intercambian sus papeles, se dejan contaminar por el otro y así ganan en complejidad, se enriquecen, siempre desde el rostro de cada cual: circunspecto, uno; risueño, el otro. A veces, con el mismo deseo y sentimiento interior. Así lo vemos cuando entran en relación con el regidor de pista o con el director del circo. Hay entrées clownesques del siglo XIX en las que tanto el Carablanca como el Augusto entran en escena y son echados de la misma repetidamente.

Muchas fueron las parejas que contribuyeron a inmortalizar el circo y los payasos: Antonet y Grock, Pompoff y Thedy, Beby y Pipo, Rico y Alex, Michel y Totó, los Fratellini…, y otros que recogiendo esta sabia tradición llegaron a nosotros a través del cine, en especial Laurel y Hardy, o lo que es lo mismo, el Gordo y el Flaco, una pareja explosiva basada en la parsimonia y torpeza de uno y el sufrimiento y la ira contenida del otro.

Pero la pareja no ha sido la única fórmula, hay algunos payasos legendarios, como Medrano, Tony Grice, Ramper, Charlie Rivel, Popov o el propio Grock, que han triunfado en solitario, y otros que lo han hecho con insólitos partenaires, como una silla, un muñeco de paja o una armónica y un micrófono, como ocurre en un magnífico número de George Carl, Clown de oro en el Festival de Montecarlo de 1979. Otros, cansados de no ponerse de acuerdo con sus compañeros sobre los matices de un número, han encontrado el contrapunto necesario en un perro, que, como dice Mr. Braun, además de ser el mejor amigo del hombre, siempre dice que sí a cualquier sugerencia. Y hay, incluso, otros que han triunfado en trío, como los hermanos Tonetti, o en grupo, como los famosos 4 Rudillata, ganadores del Trofeo Grock en la edición de 1969.

El caso de Charlie Rivel merece una reflexión aparte. En los últimos años de su longeva carrera actuaba con una cantidad de números basados precisamente en su edad: la dificultad para subirse a una silla, el dolor de espalda como consecuencia de las repetidas reverencias intercambiadas con los mozos del circo… pero sobre todo con lo que podemos considerar el secreto de la inmensa ternura que transmitía: la simbiosis entre su edad y determinados comportamientos y sentimientos de la niñez, como la travesura, el capricho, la imitación y la determinación. Esa mezcla de los dos estados del ser humano que más enternecen y emocionan, la vejez y la infancia, se convirtieron en un maravilloso legado de Charlie Rivel para todos los payasos y payasas del mundo y para quienes admiran del arte del clown.

El ingenio, el deseo de renovarse, de sorprender al público, han hecho que el repertorio del clown circense sea inabarcable: payasos musicales, como los Rastelli, capaces de tocar algunos de ellos hasta veintidós instrumentos, tríos con un nuevo personaje, el Contraugusto, troupes de acróbatas cómicos, cantantes, mimos payasos, funambulistas… Algunos, como Fattini, capaces de realizar su número en lo alto de una farola a veinte metros del suelo, incluso con 69 años.

El circo dio al clown la definitiva categoría de oficio. Oficio que se transmitió y se transmite, en muchos casos, de generación en generación. Como los cuatro siglos de los Colombaioni, las nueve generaciones de Pompoff Thedy Familiy o la familia Aragón de los conocidos Gabi, Fofó y Miliki. Aprendiendo desde niños, practicando muchas horas y observando a los adultos. Algunos, como Joe Jackson Jr, llegaron a estar cincuenta años realizando el mismo número que su padre ya había representado otros cincuenta y cinco y confesaba entonces que en ese momento empezaba a descubrir el sentido íntimo del comportamiento de su clown: “Tengo la sensación de que el número lo estoy aprendiendo ahora. Con los años te vuelves más delicado y piensas mejor. Entonces comprendes mejor a la gente, al payaso y sus comportamientos. Cuando empecé no hacía más que pensar y pensar… después del truco de la bicicleta haré esto y aquello, luego iré al principio… En cambio, ahora es una sensación que llevo dentro de mí, que siento también con el público. Procuro no precipitarme, pienso: has de tomártelo con calma. Vamos a divertirnos todos”.

Largos años de trabajo, en los que el cariño y la admiración por los antecesores anulan la rutina y el aburrimiento, en los que el espíritu apasionado del payaso se apodera de la persona que lo lleva dentro hasta hacerle invulnerable al desaliento.

Probablemente, solo hay un aspecto negativo que el circo ha aportado al clown: asociar su figura, exclusivamente, al universo de la infancia. Y lo ha hecho a su pesar, más bien ambos han sido víctimas del fenómeno de la comercialización. El circo, en su desesperada lucha contra las nuevas atracciones audiovisuales (cine, televisión y ordenadores), ha caído en la tentación de meter en sus carpas todo tipo de personajes populares para el público infantil. Personajes de la factoría Disney, de los dibujos animados o de cualquier serie de televisión. Eso ha llegado a producir un cierto desencuentro con el adulto, que ha acabado considerando que el circo, y por añadidura el clown, son algo para niños y niñas. Además, esa misma comercialización está empezando a devaluar el papel mismo del payaso dentro del circo, devolviéndole a su antigua función de rellenar el tiempo necesario para colocar la escenografía del siguiente número.

De cualquier manera, el circo ha producido, probablemente, los momentos más poéticos de la historia del clown. El color de los carteles, la magia del directo, la música de fondo, el silencio en los asientos repletos de gente y un potente cañón iluminando al payaso que, furtiva e inocentemente, trata de subirse a una bicicleta ajena con la complicidad del público. O el viejo payaso que, habiendo caído en su propia trampa, ha resultado golpeado y llora de dolor, pidiendo el cariño de todos: “¡UUUUUuuuuu!”.

Pero sobre todo, el circo ha conferido al clown dignidad y rigor.

“Pocas cosas existen más serias que un payaso. Pocas cosas hay mejor organizadas que un circo, y pese a todo, en el lenguaje cotidiano se sigue llamando circo al caos y al desorden y payaso al pusilánime, al carente de personalidad. Quizá la subversión de conceptos, la perversión del lenguaje, nos obligue a reivindicar algún día la precisión de los términos”.
José M. Armero y Ramón Pernas, Cien años de circo en España.

Pues bien, ese día ha llegado y en esa tarea estamos.

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