La última gira

Estábamos en Oberá y la gira seguía hacia el norte de Misiones pero los caminos eran cada vez más difíciles de transitar y, como mis padres no tenían transporte para enganchar la casilla, siempre necesitaban de algún camión o tractor del circo para viajar. Pero esa vez los dueños dijeron que no iban a poder llevar más que las casillas propias y las jaulas de los animales; las demás deberían quedarse hasta la vuelta en Oberá.

Fue una gira difícil; el circo se armó para dar funciones en Jardín América, Puerto Rico, Montecarlo y, finalmente, en Eldorado. Mi madre hacía el alambre, mi padre tocaba la batería y, a veces, era maestro de pista.

En algunos pueblos alquilábamos habitación en casa de familia y en otros compartíamos el camarín con alguien más que no tenía casilla: en esas ocasiones ansiábamos regresar a “nuestro hogar rodante”.

Como yo salía a jugar por el terreno o me quedaba prendada de alguien que ensayaba algún número, mi hermano fue a buscarme y, para convencerme de volver a la casilla, me dijo que viajábamos a Brasil y conoceríamos el mar. Lo miré con asombro porque no terminaba de entender y le pedí que me contara cómo era el mar. Hizo un gesto con la cara y levantó los hombros, entonces comprendí que él tampoco lo sabía.

Cuando llegamos a la casilla ví a mis padres trabajar como cada vez que dejábamos un pueblo. Mientras ajustaban los objetos que se podían caer en el viaje y guardaban todo lo que se podía guardar, nos describieron el mar, desconocido para mi hermano y para mí. Mamá decía que era como el río que ya conocíamos, pero con mucha más agua y con olas que flotan. No sé cuál habrá sido la imagen mental de mi hermano, pero la mía me provocó el llanto. Entendía “flotar” pero no comprendía la palabra “olas”.

Saludé a las amigas que conocí en el pueblo y grabé en mi memoria sus rostros y sus gestos. Mucho después descubrí que la sorpresa que les generaba nuestra forma de vida era la misma que a mí me generaba la de ellas. Nunca juzgando, ni ellas ni yo, sólo tratando de entender la diferencia, asombradas ante tanta rareza. Con el paso del tiempo y el alejamiento de la vida en el circo comencé a recordar esos rostros desconcertados y entendí que sería extraño para ellos que nosotros viviéramos así, sin un lugar fijo, viajando de un lado a otro con nuestra vivienda encima.

Llegamos a San Javier y desde allí cruzamos en balsa hacia Brasil; esa vez con nuestra casilla. Era junio del ’68.

En el viaje soñé con un río quieto, sobre el que iban y venían esferas gigantes, bolas de colores primarios, rojo, azul, amarillo… En mi escaso lenguaje infantil, confundía la palabra ola por bola, por la similitud de los sonidos. Eso era lo que me espantaba.

Haciendo funciones en los pueblos en que se podía, llegamos a Tramandaí, Río Grande do Sul. La carpa se instaló a dos cuadras de la playa y el sonido que producía el oleaje llegaba hasta nosotros. La primera vez que nos acercamos al mar, el ruido se acrecentaba y me asusté muchísimo; hasta que entendí, ví, olí. Lentamente fui amigándome con el nuevo espectáculo, compartiendo con mis amigos, entrando al agua; en poco tiempo no me podían sacar de la playa. En esos días de juegos al sol, mi hermano y yo aprendimos el idioma casi sin darnos cuenta.

Mis padres pudieron comprarse una moto y cada mañana nos íbamos a la playa: yo viajaba parada delante de él y entre papá y mamá iba mi hermano.

La gira en Brasil no duraría más de 2 o 3 meses, pero se fue estirando, y nadie encontraba los medios para regresar a la Argentina. Las cosas no andaban bien; había poco trabajo, pagaban menos.

El abuelo se había quedado en su casa de Plátanos, Berazategui. Desde esa casa que mandó a construir en 1930 cuando su actividad circense estaba en el mejor momento, nos escribía. Ahora, que ya no tenía su propio circo, nos esperaba a nosotros con ansias luego de cada gira. Recuerdo que un año después de nuestra llegada a Brasil algo pasó; llegó un sobre con una foto de su rostro. Ni bien la vió, mi papá empezó a lagrimear y cuando la dio vuelta, el abuelo nos había escrito con su particular acento lituano:

Qerido Carlito y Rosana. Lels mando esa poto paraqe ustedes nose olviden lacarita qe tengo. Ahora estoi mas lindo qe en esa poto.
Abuelito Pablo. Hasta pronto.

Volvimos. Después de un largo viaje, llegamos a Berazategui el 19 de diciembre del ’69. Había que reparar la carpa y, luego de las fiestas, la compañía seguiría hacia Mar del Plata. El viaje había sido agotador, la gira excesivamente larga y la siguiente gira tampoco aseguraba ningún éxito. Cuando mi papá pensó que estaba a solamente 40 cuadras de la casa de los abuelos, no quiso seguir.

No recuerdo cuándo descubrí que ya no viajaríamos nunca más, supongo que fue gradualmente. Tal vez si me lo hubieran dicho así de golpe, me habría invadido la misma tristeza que tuvieron ellos. No se decide tan fácilmente terminar con tres generaciones de artistas de circo.

Durante la transición hacia nuestra vida estable, seguimos viviendo en la casilla, pero ya en el terreno del abuelo, en Plátanos; nuestra casa no se movió más.
Echamos raíces, antes tuvimos alas.

Y empezamos un viaje diferente, hacia otro tipo de lugares, con otras costumbres, construyendo una casa sin ruedas. Pero esta nueva casa tuvo la misma disposición en el terreno que la que tenía la casilla en el circo: hacia la derecha, la casa de los abuelos; hacia la izquierda la del Tata Crinó, comunicándose las tres por el fondo y siempre con la puerta sin llave.

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