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Sarrasani

Patria es allí donde puedo alzar mi carpa.
Trude Stosch-Sarrasani

Hay palabras que anidan en el imaginario popular reemplazando al género del cual provienen. Acaban siendo una suerte de “marca registrada” que funciona como sinónimo del fonema o concepto original que les ha dado vida. Entre los argentinos conocemos los remanidos ejemplos del bolígrafo o la hoja de afeitar. Lo mismo ocurre con la palabra “Sarrasani”. El vocablo se ha instalado en nuestra historia como un emblema del más potente arte circense. Decir Sarrasani, para las generaciones precedentes, es decir circo. Así lo entendieron poetas populares de la talla de Enrique Santos Discépolo en su tango “Justo el 31” o Raúl González Tuñón en su célebre poema “Eche veinte centavos en la ranura”.

Por lo menos cuatro ejes articulan la historia de este mítico nombre. El primero, común a todos los circos, es de carácter romántico: la fascinación que ejerce el anecdotario de las vidas trashumantes; esos seres si patria y sin anclas, en permanmente estado de fuga hacia adelante.

El segundo, es su revolución estética, vinculada a los elementos escénicos que hicieron de Sarrasani un renovador del arte circense y le confirieron la categoría mítica que hoy sustenta. En este punto merecen tres tópicos: 1).- Su inquebrantable decisión –a diferencia de otros circos– de no avenirse a la creciente influencia norteamericana del espectáculo de tres pistas que prosperó a principios del siglo XX, viendo en ello un efectismo vacuo, una suerte de zapping en vivo que disgregaba los estímulos degradando la tarea del artista que ejercía su rutina. Esta firme voluntad de aferrarse a la tradición europea fue para esa época de travestismo artístico, paradójicamente, una actitud revolucionaria; 2).- Su célebre concepción de “circo étnico”, entendiendo a la carpa como una campana de cristal donde confraternizan razas y culturas de los cinco continentes.

La pista se transformaba en una suerte de microcosmos del mundo por donde desfilaban troupes de los sitios más lejanos y exóticos: chinos, japoneses, turcos, marroquíes, indios, javaneses, etíopes, gauchos sudamericanos, aborígenes sioux y, por supuesto, blancos europeo; 3).- La implementación permanente de tecnologías de vanguardia aplicadas tanto al espectáculo como a la ingeniería constructiva de la carpa; hecho que desautoriza esa mirada nostálgica, cubierta por una pátina vetusta y melancólica, que prevalece hoy cada vez que se recuerda el circo de antaño. Baste con referir, a modo de ejemplo, que Sarrasani contaba ya en las primeras décadas del siglo con el más moderno edificio circense instalado en la ciudad de Dresde provisto, entre otras cosas, de un sistema de radiadores de calor bajo los asientos y de una pista hidráulica que permitía el ascenso y descenso de la escena convirtiéndose además en una inmensa piscina donde se desarrollaba la famosa “pantomima acuática”; o que la fachada de su carpa itinerante contaba con una iluminación de 28.000 lámparas a lo largo de 60 metros de extensión; o que las piezas de su estructura se levantaban sin un solo clavo ni tornillo, sino mediante unos nuevos elementos industriales denominados “pernos”; o que contaba con una flota de seis aviones y un globo aerostático que se adelantaban a la caravana anunciando el arribo de las futuras funciones; o que en 1928 renueva su parque automotor con 150 vehículos de las firmas Daimler Benz, Hanomag y Opel que le permiten independizarse definitivamente del ferrocarril.

En tercer lugar podría abordarse el eje épico, que tiene relación con el precedente en tanto la epopeya puede ser también un concepto estilístico. Y aquí valdría citar un rasgo esencial en el temperamento del fundador del circo: su megalomanía manifiesta. Porque, como se infiere de ciertos datos anteriores, Hans Stosch-Sarrasani había concebido una empresa verdaderamente faraónica que recorría Europa y Sudamérica transitando por el Atlántico en dos navíos de 12.000 toneladas, albergando un patrimonio de 400 animales –que no eran precisamente mascotas– y un número similar entre artistas y técnicos; vale decir, un remedo del Arca de Noé que además de los aludidos elencos multiraciales transportaba una voluminosa variedad de paquidermos, dromedarios, fieras, simios y equinos, junto a los menos habituales bueyes watussi, hipopótamos, osos polares, cebras, perros galgo, gansos y otras especies de singular exotismo. Ver deambular esta extravagante empresa por el continente europeo a principios de siglo es una experiencia sugestiva; ver desembarcar esta megalópolis itinerante en 1924 en las costas cariocas y luego desplazarse en sus carromatos por la geografía tropical brasileña es ya una imagen digna del mejor Werner Herzog (recordemos Fitzcarraldo) o de la pluma genial de Joseph Conrad.

Y por último, habría que detenerse en el eje sociopolítico, aquél que oscila entre la saga familiar de los Sarrasani pugnando por mantenerse en la cima del espectáculo inmersa en los avatares sociales de dos convulsionados continentes y los ribetes heroicos de una empresa que padece los embates más dramáticos del siglo, sucumbiendo y resucitando prodigiosamente. Matices por demás controvertidos si se contempla el abanico de situaciones y líderes políticos de diversa calaña con quienes Sarrasani lidió; es decir, negoció voluntaria o forzosamente. Valga un repaso.

Sarrasani se funda en 1901, en Alemania, en pleno Segundo Reich. Tiene un apogeo vertiginoso en la primera década que culmina con la construcción del citado edificio de Dresde en 1912. En 1914 se ve afectado directamente por la Primera Guerra Mundial. El estado alemán le requisa primero los vagones y carpas, y luego, debido a la escasez de combustible, los elefantes, camellos y caballos para el traslado de pertrechos de guerra: tabaco, alimentos, armas (afortunadamente, el archivo Sarrasani preservó como documentos las fotografías de estos animales incautados transportando su carga por ciudades de la actual Sajonia, remedando una suerte de onírico surrealismo). Entre la confiscación y pérdida de bienes, la obligada depuración de artistas de “países enemigos” y la limitación territorial de las giras, en un breve tiempo el circo queda diezmado. Se reconstruye luego del 17 con artistas rusos emigrados de la revolución bolchevique (entre ellos Josef Bamdas, músico de balalaica judío que se convertiría en la mano derecha del director). Lentamente el circo retoma su antiguo esplendor; ascenso que culmina en la primera gira sudamericana de 1924 por Brasil, Uruguay y Argentina. Llega a Buenos Aires en 1925 y su director, Hans Stosch, es recibido por el entonces presidente M.T. de Alvear, quien lo condecoraría por haber llevado “no sólo a nuestra capital sino a todo nuestro país la majestuosidad de su arte”. Regresa a Europa en 1926 habiendo amasado una fortuna e inaugurando lo que de ahí en más sería su célebre eslogan: “El más fabuloso show entre dos mundos”. El suceso se extiende hasta la irrupción de la crisis del 30 que rebota en el viejo continente generando repetidas escaladas inflacionarias y remata con el surgimiento del Nacionalsocialismo. Rondando el 33, los repetidos conflictos sindicales con las huestes del Tercer Reich –a quienes les niega el edificio para un mitin político– sumados a la cantidad de judíos contratados por Sarrasani –hecho que en los corrillos nazis le valió el mote de “Judenzirkus” (circo judío)– obligó al director a buscar nuevos horizontes fuera de Alemania. El rumbo elegido fue otra vez Sudamérica. Pero en 1934, Hans Stosch muere en San Pablo y lo sucede su hijo y tocayo apodado Junior. Sin generar demasiados cambios estéticos, el nuevo director, en cambio, demuestra esmeradas dotes diplomáticas. Durante su trayecto por el convulsionado territorio uruguayo, por ejemplo, es escoltado por el ejército y recibido con honores en Montevideo por el gobierno de facto del doctor José Luis G. Terra. La misma pleitesía se le rinde al huésped en Argentina donde mantiene estrechas relaciones con el régimen castrense de turno y no pierde oportunidad además de agasajar en su circo a un ocasional y controvertido visitante: el Cardenal Eugenio Pacelli –presente en el país para tutelar el Congreso Eucarístico–quien tiempo después deviniera en el controvertido Papa Pío XII al que se le imputarían dudosas relaciones con el régimen nazi. Junior, paralelamente, negocia con el Ministro de Propaganda Joseph Goebbels el regreso del circo a Alemania. Antes de retornar es despedido por el entonces presidente argentino, general Agustín P. Justo. con rimbombantes alabanzas: “Y cuando vuelva a su país dígales a sus compatriotas que el pueblo argentino ve en el Circo Sarrasani, junto al aeróstato Graf Zeppelin, el exponente más fuerte del genio alemán en el extranjero”. En 1936, durante las olimpíadas en que Carl Owens desbarata los postulados raciales de los teóricos nazis, el circo se instala en Berlín. Por supuesto, los judíos de su staff permanecieron en Sudamérica y el número de artistas extranjeros se tornaba cada vez más reducido. A partir del 39, con la declaración definitiva de la guerra, sólo actuarían en su pista artistas pertenecientes a países del Eje y nuevamente las giras –principal sustento de un circo– se limitarían a un territorio acotado. En 1941 fallece Junior en Berlín y hereda la empresa su mujer, Trude, con 28 años de edad –quien por entonces ejercía de ecuyère junto a una tropilla de lipizzanos–. Goebbels la insta a que de ahí en más su bello rostro se convierta en la referencia iconográfica del circo como paradigma del ímpetu y la juventud aria refundando la Gran Alemania. Paradójicamente, tres años después, Trude es puesta en prisión junto a su nuevo compañero, el acróbata húngaro Gabor Némedy, acusada de conductas antialemanas. Ella es liberada en dos semanas para que el circo continúe funcionando y él es retenido a modo de presión. El bombardeo a Dresde del 13 de febrero de 1945 –cerca de 4.000 toneladas de bombas de fósforo blanco altamente explosivas que sumieron a la ciudad en un tornado de fuego y dejaron un saldo de aproximadamemnte 30.000 muertos– la sorprende en plena función. Tanto la directora como los espectadores se salvan milagrosamente protegiéndose en los sótanos del edificio, pero todo el circo acaba crepitando en las cenizas.

Habiendo perdido todo, Trude parte hacia la Alemania aliada huyendo del ejército estalinista. Allí trabaja como artista ecuestre para diversos circos hasta que en 1948, producido por Ismael Pace, el Sarrasani renace mundialmente en Buenos Aires con la presencia de la pareja presidencial –Perón y Evita– en el palco de honor. Trude mantiene una fluida relación con Evita colaborando en el plan social de la primera dama mediante funciones gratuitas para escuelas marginadas y en 1950 Perón lo declara “Circo Nacional Argentino”. En 1953, la repentina muerte de su padre sume a la directora en una profunda depresión que la mantiene unos años alejada de las pistas para retomar la actividad hasta 1972, año del que datan las últimas funciones.

En 1991, luego de la caída del Muro de Berlín, se levantó la proscripción que recaía sobre Sarrasani en la Alemania Oriental y la tumba de la familia en el cementerio de Tolkewitz fue declarada de interés cultural; asimismo, se bautizó con el nombre Sarrasanistrasse la calle donde antiguamente se erigía el célebre edificio de Dresde, ocasión para la que Trude retornó a la ciudad después de casi medio siglo.

Trude, pasó sus últimos años contemplando el vasto océano desde el ventanal de un departamento en San Clemente del Tuyú –balneario de la provincia de Buenos Aires– junto a su fiel compañero: Kiki, un perrito sumamente vivaz que rescató de la calle. Falleció el 4 de junio de 2009.

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